En la colina, de espaldas al pueblo se ensimismaba con las flores que crecían como fogonazos entre la hierba mojada, así como con las espigas cargadas de cereales que cimbreaban con el viento. También zumbaban los cables de tensión que bajaban de las montañas hasta el pueblo, entre los cuales planeaban unas urracas peripuestas. Ya nunca miraba hacia abajo, a los edificios y la carretera, prefería ignorar esa realidad para centrar su vista en los campos y montes. Miraba las cabras sobre el pasto mascar los tallos tiernos. Las había blancas y las había negras, mientras las primeras desprendían un aire noble al masticar, las segundas deambulaban entre las otras con el aspecto de las viudas.
Su madre se había vestido con esas pieles sombrías desde la muerte del padre y no acababa de entenderlo. Sentía que las cosas habían vuelto a su cauce natural, que al fin, él y su madre podían recuperar el instinto animal propio de su especie. Que la suya era una naturaleza solitaria. De madre y cachorro. Los dos solos. En su guarida. Bajo tierra. No necesitaban a nadie más, no había espacio para nadie más, la madriguera cuanto más estrecha y angosta mejor. Así era más cálida. No entraba el viento ni su sonido, ni las voces de los otros chicos: «Tu madre es una zorra».
«Tu madre es una zorra», le gritaban con frecuencia, o le perseguían por el recreo y las calles ladrando. «Guau guau Quimet, guau guau. Vamos. Habla, dinos algo… guau guau, ¿no es así como habláis en casa?» Los zorros no ladran, él lo sabía pero nunca se lo decía a los otros. Callaba. Igual que había dejado de llorar de pequeño cuando su madre no podía darle el pecho. Los que ladran son los perros, se decía, los cuchos, los podencos callejeros, animales que habían dejado de ser animales, animales que habían aceptado la domesticación. Él no.
Los perros dependían de otros, de una mano que les diese de comer, eran dóciles por necesidad. Él no. Como cachorro de zorro ni lamía manos, no movía la cola, ni mucho menos se mostraba ansioso o deseoso de establecer contacto con los humanos. No los necesitaban. A ninguno de ellos. «Guau guau Quimet, guau guau». Nunca se dejaría domesticar. Los humanos nunca habían conseguido seleccionar zorros dóciles y serviciales, eran cazadores solitarios que se movían en la penumbra. Nunca, se repetía, desconociendo que seis años antes, lejos, muy lejos, en un aislado centro siberiano de Novosibirsk, el genetista soviético Dmitry Konstantinovich Belyaev había empezado el experimento que ocuparía sus próximos y últimos veintiséis años de vida: conseguir domesticar zorros plateados siberianos. «Guau guau Quimet, guau guau».
«¿No eres muy hablador, verdad?», la voz de la chica era vibrante, revoltosa, del color verde de la hierba con un áurea de amarillo limón. Quim negó con Ia cabeza. En completo silencio. Sólo la naturaleza hablaba. Nunca antes había subido a la colina acompañado. Aquel había sido siempre su sitio. Suyo. Único. Y ahora estaba ella, ese rostro vivaz que albergaba un almendro en sus ojos y dos pequeños limones bajo su camisa. Se tumbaron juntos, de espaldas sobre un terreno pelado color caldera. Quim miraba el cielo, su cabeza estaba llena de mapas de viento, pero ninguno orientado. Otros días se embobaba cazando estelas de aviones pero aquel día toda su atención se apiñaba alrededor de la piel de aquella chica. Era suave, pintada en tiza blanca, como seguro lo eran aquellas dos pequeñas turgencias bajo la ropa que le obsesionaban. «¿Te gustaría tocarlas?» Bajo la camisa aparecieron unos senos lechosos de pezones rosados, como limones de piel tersa, brillante y sedosa. Algo se agitó, tomando forma por debajo de los pantalones de él. Adivinó que dentro suyo vivía una cosa aún más indomesticable. Algo que había despertado.
«Tengo sed, te dejo tocarlas, si antes me traes algo de beber», la muchacha dirigió la vista hacia las cabras, las blancas y las negras, que mascaban impasibles una hierba cada día más seca. Sin apenas dudarlo, Quim se dirigió hacia los animales. Agarró a una de ellas por sus nalgas, se tumbó bajo ella hasta que sus dos grandes ubres quedaron al alcance de su boca y metió uno de los enormes pezones entre sus labios. Sintió una pequeña descarga eléctrica sobre los mismos e inmediatamente su boca se llenó del sabor de los campos de amapolas y margaritas, dulce y tibio. Se llenó la boca con aquella cosa endurecida entre sus piernas agitándose, cada vez con mayor virulencia, como un pez atrapado en la red, una excitación más allá de su voluntad. Dejó ir a la cabra y miró a la chica con la boca sellada, llena. «¡Lo has hecho, lo has hecho! ¡Qué asco! No me lo puedo creer». Salió corriendo colina abajo, entre risas y gritos de «qué asco». Quim se quedó allí, sólo, con la boca llena de amapolas y margaritas, y la verga rígida.